Feminismo. Wow, un término incendiario. Sobre todo estos días. Y voy yo, y subo un vídeo al respecto porque me gusta meterme en jardines abandonados-barra-abonados. Porque en ocasiones el feminismo me parecía un jardín mal cuidado. O mal gestionado, como si hubieran contratado a dos jardineros distintos por completo: uno asombrosamente vago y el otro extremadamente celoso (vale, jardineros o jardineras, que os veo venir, pero permitidme simplificar, por favor). Uno de ellos cumple con la ley del mínimo esfuerzo sin esmerarse lo suficiente, permitiendo que cualquier rastrojo campe a sus anchas, mientras el jardinero del otro extremo no deja títere con cabeza. Y cuando ambos coinciden en el centro, calientan las redes sociales hasta el punto en que el propio jardín es el que corre el riesgo de arder por completo.

Puestos a que ardan cosas, ahí va mi pequeño incendio: yo NO soy feminista. BAM. Ya lo he dicho. Si aún no has dejado de leer, me explico. Yo NO soy feminista en el sentido estricto que se le da hoy a “ser feminista”. Por ejemplo, no retengo mis palabras antes de soltarlas hasta estar seguro de que no contengan trazas de machismo. Y no lo hago, por la sencilla razón de que tampoco soy machista. Esto lo sé a ciencia cierta. Así que si volvemos a la analogía del jardín, no creo que nadie pueda identificarme honestamente con ninguno de los dos jardineros. Ni dejo que las malas hierbas afloren salvajemente hasta que sofoquen los derechos legítimos de una mujer, ni me dedico a podar a cascoporro cualquier atisbo de supuesto machismo en mi forma de expresarme, hasta convertir el susodicho jardín en un páramo desolado donde nada puede crecer. Tampoco creo que hombres y mujeres seamos iguales. Porque no. Es que no lo somos. Vive le difference! Biológica y evolutivamente, por supuesto que somos diferentes. Obvio. En cambio, lo que me toca la bolsa escrotal es que la sociedad no nos trate como a iguales en cuanto a derechos (y obligaciones). Porque no. Es que tampoco lo somos. Y aquí la cosa cambia, porque debería. No “estaría bien”, “sería deseable”, “ojalá que…”. No. DEBERÍA. Es imperativo.

Estos días está en boca (o pantalla táctil) de todos el caso de los violadores de Pamplona. “La Manada”, como se hacían llamar. Aunque hubieran acertado más con “La Piara”. Submentales que se creían lobos, y no llegaban ni a cerdos (con perdón para los cerdos). Han corrido ríos de tinta al respecto, recordándonos que como sociedad tenemos un problema. Uno bien gordo. Y no me refiero a que los violadores existan, que eso no es novedad: hijos de puta (con perdón para las putas) han existido siempre. Unos violan, otros roban, otros matan y a menudo de forma no excluyente. Pero TENEMOS un problema, yo también, que es de base. Porque mi primera reacción (o mi segunda; la primera fue fantasear con hijos de puta desnudos y tijeras de podar) fue razonar extrañado “¿Acaso los violadores, los maltratadores o simplemente los machistas no tienen madres, hermanas, hijas?”. De hecho, así lo reflejó el CM de la cuenta Twitter de La Policía. Y así nos abofeteó a todos este “Zasca” de sentido común, de la mano de Leticia Dolera:

dolera“No debo tratar mal a una mujer, porque no quisiera que le pasara a MI madre, a MI hermana, a MI hija…” No me jodas, ¡los tíos somos el ombligo del mundo! La cosa sigue girando en torno a nosotros, ahora y siempre. “No voy a tratar mal a alguien, porque no me gustaría sufrir YO el que a alguien cercano A MÍ, le pasara”. “No maltrato a otra persona, porque tiene los mismos derechos que YO”. Joder, ¡sigo siendo la referencia porque soy un hombre! ¡No trates mal a NADIE, simplemente porque no debes hacerlo! ¡No tienes ese derecho, nadie lo tiene! A muchos tíos se nos llena la boca de progresismo y humanismo, “yo soy feminista aunque sea tío”. Concretamente, se nos llena de condescendencia. Nos encanta mostrar lo guays, lo liberales y modernos que somos. Como si tuviéramos el derecho de otorgar derechos. Y ¡sorpresa!, la otra persona, tenga el sexo, la raza, ideología o situación económica que tenga, simplemente ya tenía esos derechos antes de que llegaras tú. Se los ganó por el simple hecho de nacer, igual que tú.

Yo he caído en todos esos errores, igual que muchos, puede que igual que tú, colega. Por supuesto, nunca he puesto la mano encima a una mujer, nunca he violado a una mujer, ni siquiera he tratado con inferioridad evidente a una mujer. Pero, ¿con condescendencia inconsciente? Ahora veo que así de veces (estoy haciendo el gesto de “muchas” chocando las cinco yemas). Y, ¿sabes qué? También he usado a veces el término “feminazi”. Cuando he considerado que una feminista lleva su activismo hasta puntos extremos (al menos, en mi opinión), lo he usado, sí. Y en algunos casos, que no enumeraré aquí, todavía sigo pensando que no tenía la razón. Pero adivina qué. Cuando a un colectivo lo maltratas durante siglos, cuando lo menosprecias mucho más allá de los límites que tú tolerarías, cuando le prohíbes votar, cuando le dictas cómo debe vestirse, cuando por razones culturales o religiosas le robas derechos básicos (llegando a extremos aberrantes como la emasculación), cuando le pagas menos dinero por hacer el mismo trabajo, o cuando simplemente le miras por encima del hombro aunque lo niegues… llegará un momento en el que se le hinche la vena y diga “Hasta aquí”. Y en vez de utilizar un recurso tan burdo como la violencia, en cualquiera de sus ámbitos, te golpeará en la cara con la barrera del “Hasta aquí”, puede que haciéndote tanta pupita en tu ego durante un segundo, que se te antoje mucho más doloroso e inaceptable que todas las privaciones a las que se ha visto sometido mientras tú eras su amo y señor. Y entonces te quedarán dos opciones: exclamar “Ya tardaba en incendiar el jardín la feminazi loca del coño”, o reconocer “¡Si es que no es para menos, joder!”